Desde que el ser humano empezó a clasificar científicamente a todos organismos vivos, se distanció de ellos. Estábamos solos frente a un mundo de brutos cuando Carl Linneo le puso el nombre Homo sapiens a nuestra especie, allá por 1758. Pero en el siglo XIX se inició una ola que fue juntando fuerza durante 100 años hasta transformarse en un tsunami en los últimos 10, que nos fue convirtiendo en uno más de esos seres vivos que no queríamos en nuestro Linkedin biológico.
Se trata del descubrimiento de otras especies humanas, nuestros parientes, que a la mayoría de los científicos les llevó más de 100 años aceptar que, no sólo convivieron con nuestra especie, sino que se mezclaron amorosamente hasta el grado de haber dejado marcas en nuestro ADN.
La ola la inició el famoso Hombre de Neandertal en 1856, cuando fue descubierto su fósil más famoso en la cueva Fedhofer, del valle del río Neander, Alemania. Se trataba de los huesos de un hombre raro, pero un hombre al fin, que demostraba que en el pasado no estuvimos solos.
Pero ubiquémonos en el tiempo, y pensemos que todavía no había sido publicado el famoso libro El Origen de las Especies de Charles Darwin, de 1859, que revolucionaría la ciencia biológica, al ubicar a la evolución como tema central, y arrojar al hombre del pedestal en el que se encontraba, al asociarnos con nuestros parientes vivos más cercanos, los grande simios.
El primo que nadie quiere
De entrada, que hubiese una especie similar a notros viviendo hace muchos miles de años, generó rechazo entre la comunidad científica. Se llegó a calificar al primer fósil neandertal de cosaco enfermo, si bien terminaron aceptando que tenía algo de relación con nosotros, al grado de que se lo invitó a formar parte del exclusivo género humano con el nombre científico de Homo neanderthalensis.
Los neandertales, se sabe ahora, vivieron en Europa y parte de Asia entre 400 mil y 30 mil años atrás. Nuestra especie se originó hace unos 300 mil años en África, continente del que salieron hace unos 100 mil años para comenzar a asentarse en zonas donde otros humanos jugaban de locales.
Pero, para mayoría de la comunidad científica, durante esos más de 10 mil años que coexistieron en tiempo y espacio, no cruzaron palabra, como si de niños ofendidos se tratase. Allí fue que llegó la genética, como heroína de esta historia, para mostrar que nuestros antepasados no ignoraron a su vecino durante 10 mil años.
Así fue que se inició el tsunami que en poco más de 10 años, nos llevó de estar solos como especie, a haber descubierto muchos compañeros de ruta, algunos tan sólo conocidos por los genes que dejaron dentro de nuestro ADN.
En 2006 se inició el Proyecto Genoma Neandertal, que buscaba secuenciar cada uno de los genes de estos humanos extinguidos. Pensemos que apenas 3 años antes se había dado a conocer el genoma completo de nuestra especie, que había llevado 10 años del trabajo de miles de científicos de todas partes del mundo. Un trabajo que hoy lleva apenas unas horas gracias a los avances tecnológicos, como bien sabe cualquier seguidor de series policiales.
Pero obtener genes de un fósil es un trabajo complicado. Cuando un organismo muere, su ADN no vive por siempre dentro de los huesos. Se degrada con el paso del tiempo, y necesita de condiciones climáticas especiales para sobrevivir lo máximo posible.
Ahí nos encontramos con otro problema: los descubridores y los paleoantropólogos que los estudian los contaminan con sus propios genes al tocarlos. Así es que se requirió de importantes modificaciones en la forma de trabajar en los yacimientos paleo antropológicos para poder conseguir muestras perfectas.
Tres años después de iniciado el Proyecto Genoma Neandertal, científicos encabezados por el Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, lograron secuenciar un ADN completo, y descubrieron que las poblaciones euroasiáticas actuales tienen entre un 1 y un 4 por ciento de genes de origen neandertal. Es decir, no sólo hubo relaciones amorosas entre las dos especies, sino que cada uno de nosotros todavía mantiene algo de ese cruce que ocurrió hace 100 mil años.
Como medida de comparación, entre padres e hijos ese valor es de un 50 por ciento. Entre abuelos y nietos un 25 por ciento, y con nuestros bisabuelos un 12,5. No significa que los neandertales sean nuestros mega tátara abuelos, sino que nos aportaron copias de sus genes en una proporción similar a la de un tátara-tatarabuelo.
Los otros humanos
En la ficción sobran las historias donde los humanos compartimos el universo con una gran variedad de especies, como los elfos, enanos y hobbits de El señor de los Anillos, o los peludos wookiees de Star Wars. Tras una década de análisis paleogenéricos de decenas de fósiles se llegó a pintar un cuadro similar para la época en que nuestros antepasados comenzaron a habitar en Europa y Asia, aparte de su África natal.
Y es que hace 100 mil años atrás, el exclusivo Homo sapiens, compartía el planeta con tres especies de primates inteligentes, al menos. Primates como nosotros, y humanos como nosotros, si bien no recibieron el nombre de sapiens (sabios).
Al vecino del que ya hablamos, el neandertal, se une otro humano digno de los relatos de Tolkien que mencionábamos antes, razón por la cual lo apodaron el Hobbit de Flores. Se trata del Homo floresiensis, un ser diminuto de poco más de un metro de altura, descubierto en 2004 en la Isla de Flores, Indonesia. Se sabe que vivió allí hasta hace unos 18 mil años, si bien no convivió mucho con nuestra especie, que llegó a la región poco tiempo antes.
El siguiente compañero de ruta se descubrió en 2010 en la cueva de Denisova, Siberia. Sólo conocido por algunos fragmentos fósiles al principio. Pero el mejor conservado, un dedo gordo de la llamada Mujer X, aportó información genética suficiente para poder secuenciar su ADN. Tras compararlo con el nuestro y el de los neandertales, se descubrió que se trataba de un grupo humano totalmente desconocido, que estaba viviendo junto a neandertales hace 40 mil años en Asia.
“Es poco lo que se conoce de los denisovanos”, cuenta Carles Lalueza Fox, experto en paleogenética del Instituto de Biología Evolutiva de España, un centro mixto del CSIC y la Universidad Pompeu Fabra. “Solo se han encontrado rastros genéticos en diversas muestras de la cueva de Denisova (en las montañas Altai) y, curiosamente, en un ADN mitocondrial muy antiguo (cercano a los 430.000 años) de Sima de los Huesos en Atapuerca (España)”.
“Hay en marcha proyectos para intentar reconstruir su aspecto físico”, continúa Lalueza Fox, “incluyendo, curiosamente, la estructura del cráneo- a partir de su genoma, y también proyectos que buscan restos óseos por Asia que puedan contener también ADN denisovano”.
Ahora, ¿qué pasó con todas estas especies? Se extinguieron, es la respuesta rápida. El mismo análisis del ADN de estas compañeras de ruta permitió conocer que tanto neandertales, como denisovanos, tenían poca diversidad genética, apenas un cuarto de la que tenemos los Homo sapiens en la actualidad. La baja diversidad ocurre cuando las poblaciones son pequeñas, y se cruzan entre sí, generando que todos estén emparentados entre sí de algún modo.
La época en que los Homo sapiens llegaron a Europa y Asia, fue luego de una época de cambios climáticos abruptos, que llevaron a neandertales y denisovanos a convertirse en especies en peligro de extinción. El encuentro con nuestra especie puede haber sido el golpe de gracia, ya sea por competencia, o porque fueron absorbidas dentro de la población mayor de nuestros antepasados.
Gracias a la paleogenética los científicos pueden pintar un panorama más claro sobre las relaciones entre los diferentes humanos que existieron en el planeta durante los últimos 100 mil años.
“La lección principal de la paleo genética es la prevalencia de eventos de hibridación que ha habido entre diversos linajes de homínidos, hasta el punto que podemos sospechar que es más la norma que la excepción”, opina Lalueza Fox. “Creo que seguirán dándose a conocer resultados interesantes de estos humanos del pasado en los próximos años, tanto desde la paleogenética como desde la paleoproteómica. Mientras haya fósiles, ¡hay esperanza!”.
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