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La evolución me enferma

Un adulto promedio pasa sentado entre el  50 y el 70 por ciento de su vida, y son pocos los que utilizan el resto de ese tiempo realizando alguna actividad física.  Si nos subimos a una máquina del tiempo para observar a nuestros antepasados de hace unos diez mil años atrás, podríamos ver que las costumbres son exactamente las opuestas. Más del 70 por ciento del tiempo lo pasaban activos.


(Artículo publicado originalmente en Muy Interesante. Marzo, 2013)

Muchas de las características y comportamientos que en el pasado nos hacían más aptos, ahora nos vuelven inadaptados, porque el ambiente en el que surgió el género humano ha cambiado tanto, y tan rápido que es admirable que podamos seguir viviendo como lo hacemos. La ironía es que el mayor agente de cambio en nuestro entorno somos nosotros mismos.

Volvamos a la máquina del tiempo, y retrocedamos 1,5 millones de años. Estamos en África, en una región de pastizales y parches aislados de arboles. Es una región tropical, el clima es cálido, y el sol rara vez nos da un respiro escondiéndose detrás de una nube. Como buenos viajeros del tiempo, hemos llevado crema para el sol, repelente, gorro, y una cámara de fotos.

Varios metros más adelante vemos a un grupo de Homo erectus, uno de los primeros representantes del género humano. Se para derecho en dos patas y cuenta con un cerebro bastante parecido al nuestro, en tamaño. El sol baña su piel negra cubierta de sudor. Está siguiendo el rastro de una presa. No vemos que tengan arcos y flechas, o lanzas, todavía no se han inventado. Sí llevan algunas herramientas de piedra, pero no se detienen mucho tiempo, y vuelven a ponerse en movimiento. Corren, y corren, durante el tiempo suficiente como para llevar a su presa al agotamiento. La encuentran agonizante, fruto del sobrecalentamiento del cuerpo.

Nosotros, como viajeros del tiempo tuvimos que movernos con el vehículo que llevamos, ya que no podíamos seguirle el paso al Homo erectus. Si bien el cuerpo que tenemos ha evolucionado para hacer eso mismo que estaba haciendo él, nuestro estilo de vida nos aleja de este antepasado. No podríamos correr ni al colectivo, porque raramente corremos, y caminamos muy poco. La era industrial nos ha alejado mucho del camino evolutivo que viene siguiendo el género humano desde los tiempos de Homo erectus, hemos pasado de ser un animal altamente activo, a ser totalmente sedentarios.

Medicina evolutiva

Nuestra especie ha evolucionado hace 200 mil años en la sabana africana, un ambiente tropical, seco; no en edificios de oficinas, ni manejando un camión a lo largo de miles de kilómetros, o jugando en canchas de fútbol y de tenis.

Todo en nuestra anatomía nos señala a un tipo especial de adaptación, la de un animal muy activo, que pueda correr y correr bajo el sol tropical implacable, sin recalentarse, ni insolarse; que pueda comer casi cualquier cosa, y que acumula para tiempos de escasez. Todo esto nos volvió extremadamente flexibles ante los cambios en el medio ambiente que nos rodea, razón por la que el Homo sapiens pudo colonizar casi cualquier parte del globo.
Pero desde hace al menos unos cinco mil años nos hemos desviando cada vez más de ese camino evolutivo, y las costumbres del mundo industrializado nos alejan de las condiciones para las cuales somos aptos. A diario incurrimos en este tipo de discordancias, que por sí solas no son tan dañinas, pero el efecto acumulativo nos enferma, y en algunos casos fatalmente.

Muchas de las enfermedades y dolencias mas molestas de la sociedad actual pueden prevenirse con sólo tomar conciencia evolutiva de nuestro cuerpo. El comprender cómo y por qué ha aparecido cada una de las adaptaciones evolutivas que nos caracterizan, y dilucidar cómo una enfermedad moderna trastorna esa adaptación, nos permite prevenirla. En esta línea ha florecido, durante las últimas décadas, una nueva forma de intentar comprender a las enfermedades.

Un caso fue el de Paul Ewald, que en 1980 publicó el artículo científico “Evolutionary Biology and the Treatment of Signs and Symptoms of Infectious Disease”, en el que se mostraba en desacuerdo de que los genes sean los únicos culpables de la susceptibilidad hacia ciertas enfermedades. Las causas había que buscarlas en el alejamiento de nuestra especie del ambiente para el cual la evolución nos la ha adaptado. Al estudio de Ewald le siguieron muchos más, así como libros, e incluso, una revista científica específica: Evolution and Medicine Review. La meta de la medicina evolutiva es la de reducir la discordancia entre nuestro pasado evolutivo y el estilo de vida actual.

Nuestra humanidad trae aparejado un costo evolutivo, por la excepcional combinación de cosas que podemos hacer. Tenemos el plan corporal de un pez, vestido de mamífero, torcido de tal manera para que camine en dos patas, pueda hablar, pensar y tener un control super fino en los dedos. No tenemos un diseño inteligente, ni razonable, somos el resultado de adaptaciones que se fueron superponiendo una arriba de la otra.

La cultura que ha desarrollado nuestro inmenso cerebro, nos ha cambiado demasiado rápido como para que la selección natural pudiese actuar adaptándonos, y por eso es que sufrimos hemorroides, várices, dolor de espalda, síndrome de intestino irritable, hipertensión, infartos, diabetes, apendicitis, y hasta cáncer. Para la medicina evolutiva “adaptación es concepto más útil que normalidad”, escribió el biólogo evolutivo George Williams.

Mal comer

“La desconexión entre el pasado y el presente humano llevan a que nuestro cuerpo se desmorone de una forma predecible”, dice al paleontólogo Neil Shubin en su libro Your iner fish. Casi cualquier enfermedad y dolencia tiene componentes evolutivos. El cuerpo humano ha evolucionado para convertirse en una maquinaria perfectamente aceitada para almacenar nutrientes. Miles de años atrás, esa capacidad salvaba a nuestros antepasados de morir de hambre en tiempos de escasez. Pero hoy esa adaptación que nos legó la evolución está generando el principal problema nutricional de la humanidad, que no es el hambre, sino el sobrepeso.

En 1962, el antropólogo James Neel sugirió que nuestros ancestros se adaptaron a una existencia explosiva, se adaptaron a períodos de abundancia con botines como una buena presa, y a la contraparte de largos períodos de escasez. Así fue que el organismo se adaptó para acumular los nutrientes, por si faltaban en alguna época del año. Ese acopio se refleja en las grasas que se acomodan en el abdomen, en los hombres; y en las caderas y muslos, en las mujeres, a las que les resulta muy difícil reducir esas grasas con el ejercicio, una adaptación para que no le falten nunca reservas para mantener a las crías.

Hoy en día no tenemos que caminar varios kilómetros al día como nuestros antepasados, para conseguir comida, apenas unos pasos hacia la heladera. Así que acumulamos más rápido, sin quemar calorías. La plasticidad en la elección de esos alimentos también nos está enfermando, porque nos hemos especializado en algunas partes marginales de ese potencial dietario que tenemos. Comemos poca fibra, por ejemplo, lo que nos hace que estemos menos saciados, y a la larga nos produce divertículos, y en casos extremos apendicitis.

El intestino está preparado para alimentos con fibras, que nos hacen bien. Cuando le enviamos la comida chatarra, o alimentos procesados, faltos de fibra, a las paredes intestinales les cuesta más movilizar esos alimentos, porque al ser más pequeños dejan más espacio. Esto hace que aparezcan pequeños globos en las paredes del intestino que son los divertículos, que se inflaman y son dolorosos. A veces, por el esfuerzo que debe hacer el intestino, la presión afecta al apéndice, lo que termina inflamándolo e infectándolo, y puede degenerar en una apendicitis.

Este tipo de alimentación falta de fibra también es responsable del síndrome de colon irritable. El estrés del mundo actual exacerba esta condición, al enlentecer más todavía la digestión. Todas estas dolencias pueden degenerar también en cánceres de intestino o de colon.

Sal y azúcar

Entre las sociedades cazadoras recolectoras de tiempos modernos no se ha descubierto hipertensión, ni fallos cardíacos. Ellos comen poca sal, pocas grasas saturadas, pocos carbohidratos, y mucha fibras y vitaminas.  Así eran nuestros antepasados, y para ese estilo de alimentación ha evolucionado nuestro cuerpo. Si lo contradecimos, nos enfermamos. Desde los años 80 S.Boyd Eaton y colegas han investigado a fondo la nutrición de nuestros antepasados paleolíticos que es clave para el movimiento que se generó desde aquellos tiempos y hoy se conoce como paleodieta, una vuelta a la alimentación para la que nuestro cuerpo se ha adaptado.

La hipertensión está asociada a una alimentación deficiente. Nuestros antepasados prehistóricos no tenían un salero en la mesa todo el tiempo, apenas si ingerían las sales que podían encontrar de forma natural. El exceso de sal en el organismo genera a un incremento de fluidos extracelulares, que a su vez aumentan el volumen de la sangre, y terminan en una mayor presión sanguínea. La sal también nos hace orinar más, y a sudar más. El corazón termina fallando por estos y otros desbalances.

La hipertensión somete a las arterias a un trabajo excesivo que les produce pequeñas heridas, que al ir sanándose endurecen las paredes arteriales: la arteriosclerosis.  A la larga, las arterias se estrechan, con un eventual corte total en el flujo sanguíneo, que si es el cerebro el que queda falto de sangre, puede producir un infarto cerebral.

Así como el exceso de sal es dañino, también lo es el abuso del azúcar. Millones de personas en todo el mundo se ven afectadas por la diabetes, que es la enfermedad resultante del exceso de glucosa en la sangre. Las moléculas de azúcar hacen que el agua sea expulsada de las células en un intento del organismo de diluir la sangre a niveles normales. El exceso de agua es excretado por los riñones, por el mismo lugar se va la glucosa, en una lucha del organismo por deshacerse del exceso de azúcar.

La diabetes tipo II es una enfermedad complicada, pero que desde un punto de vista evolutivo se vuelve más comprensible, puede llevar a la ceguera, al fallo de los riñones y a la muerte. Obviamente el exceso de azúcar entra en nuestro cuerpo por un único lugar: la boca. La comemos ya sea como azúcar o como carbohidratos.

En el pasado, no teníamos azúcar al alcance de la mano, porque la glucosa no abunda en la naturaleza. Por esa razón nuestro cuerpo está preparado para dejar pasar toda la glucosa que entre en el organismo, ya que las células la utilizan como energía. Nuestros ancestros tampoco eran tan sedentarios, así que la glucosa que ingerían la utilizaban como energía o la almacenaban para tiempos de escasez, pero su cuerpo nunca se saturaba. Ahora no sólo ingerimos demasiada azúcar, sino que hacemos poco o nada de ejercicio.

Dolor de espalda

Esa falta de actividad también nos afecta una de las partes más importantes del cuerpo: la columna vertebral. Como las demás dolencias, también tiene una razón evolutiva. No debemos olvidarnos que somos primates que hace muy poco que empezamos a caminar en dos patas, hablando en términos evolutivos.

Nuestros antepasados comenzaron a caminar en dos patas hace unos 7 millones de años, pero el cuerpo como el que tenemos actualmente comenzó a evolucionar hace apenas unos 2 millones de años. La vida de estos homínidos durante todos esos millones de años requería actividad física constante, mientras que en los últimos siglos las diligencias del día a día apenas si requieren que nos movamos mucho.


Ocho de cada diez personas tienen o tuvieron dolor de espalda en algún momento de su vida. El pasado evolutivo de este problema se remonta a los tiempos en que esa columna vertebral pasó de estar la mayor parte del tiempo curvada y horizontal, a estar erecta y vertical. Las vertebras se apilaron una sobre otra para balancear nuestra inmensa cabeza sobre las piernas. La columna, normalmente, se comba en cuatro partes, dos hacia delante (en el cuello y en las lumbares), y dos hacia atrás, (en la parte superior de la espalda, y en la región pélvica).

Nuestros parientes primates más cercanos, los chimpancés y gorilas, no cuentan con ninguna de estas curvas. Su columna es un gran arco que comienza en la base del cráneo para terminar en la pelvis, así como un puente colgante. La evolución nos ha alejado de esa arquitectura, otorgándonos ligamentos, cartílagos y músculos para poder curvar las vértebras de esa forma, que es la que consigue mantenernos con la cabeza erguida, y nos permite caminar en dos patas de forma eficiente.

Todos estos cambios son muy recientes, y todavía nos estábamos adaptando hace algunos miles de años, como para que nuestras actividades cambien por completo, y pongan en jaque todo nuestro pasado evolutivo. A pesar de que nuestra espalda no es un diseño acabado de la evolución, sino que pareciera un parche viviente, el dolor de espalda no existe entre las sociedades cazadoras recolectoras, sino sólo entre las industrializadas.

El dolor suele ser tan intenso y constante, porque, literalmente, las vértebras, el espacio intermedio, los ligamentos, y músculos relacionados con la columna están plagados de sensores de dolor. Esto es así porque se trata de una parte muy importante de nuestra anatomía, así que debemos darnos cuenta cuando estamos haciendo algo mal, y el dolor es la alarma.

La baja actividad física actual endurece los ligamentos, les quita flexibilidad, y tensiona los músculos, así que cualquier esfuerzo al que sometemos la columna, como levantar una caja del suelo, puede terminar en una hernia de disco. El mismo sobrepeso también la daña. Incluso nuestras almohadas, o las camas blandas, nos generan una tensión constante en la columna.

Nuestros antepasados dormían de costado en el suelo o sobre alguna “cama” de hojas, apoyando su cabeza sobre el brazo. No llevaban peso delante, sino detrás o sobre la cabeza, para no forzar los músculos de la espalda. Son costumbres que se pueden ver entre los cazadores recolectores modernos.

Pero no es  sólo la espalda la que nos pide a gritos que volvamos un poco al estilo de vida para el cual evolucionamos, sino el resto del organismo, como pudimos ver. Ese estilo de vida ancestral no es incompatible con el actual. Podemos volvernos más activos, alimentarnos mejor y con eso alcanzaría para evitar la gran mayoría de las dolencias que nos afectan. Conocer nuestro pasado evolutivo ayuda a prevenir las enfermedades más comunes del género humano.


¿Querés saber más?:
 ¿Por qué tenemos Várices y Hemorroides?

Somos bípedos, así que la sangre que vuelve de las piernas al corazón, debe trabajar bastante para llegar. El corazón envía la sangre a fuerte presión por las arterias, pero cuando debe volver, lo hace lentamente por las venas, que son canales sanguíneos delgados. Las arterias tienen músculos que ayudan a darle velocidad a la sangre, pero las venas no.

Son los músculos del esqueleto los que juegan un papel importante para que la sangre pueda recibir un empuje por las venas y vuelva a los pulmones y al corazón. Así es que si pasamos mucho tiempo inactivos, a la sangre se la hace casi imposible retornar desde las piernas, y se acumula, ensanchando las venas, y a veces reventando los capilares.

Esos accidentes son las várices. Una de las várices más dolorosas es la que se forma en el recto, por pasar mucho tiempo sentado, que es la infame hemorroides.  Nuestro cuerpo ha evolucionado para una vida activa, en la que el caminar es casi constante, sin períodos de prolongado sedentarismo, excepto durante el sueño. Para evitar estas dolencias, basta con volver a nuestras raíces, y ejercitarnos, es lo que los homínidos han hecho durante millones de años.

¿Por qué fumamos?

Para conocer por qué la gente es tan propensa a fumar, es decir, a consumir de forma persistente sustancias que producen la muerte, hay que bucear también en los orígenes evolutivos. Hay experimentos con otros animales en los que los entrenaban a auto administrarse nicotina, y se hacían adictos. Pero a fumar, es decir, tragar humo, sólo nosotros los humanos podemos disfrutarlo.

Nos gusta el humo, no sólo del tabaco, sino en general, en un jamón ahumado, en un buen asado, e incluso se vende extracto de humo para las comidas. Quitando el cigarrillo, el exponernos a un poco de humo, no tiene consecuencias negativas, y nuestro organismo se ha adaptado con ciertas encimas en el hígado, a poder tolerar el humo y a desintoxicarnos. En todos los animales el fuego produce terror, mientras que a los humanos nos da confianza y serenidad.

Hemos evolucionado a lo largo de 2 millones de años para amar el fuego y el humo. La nicotina, que evolucionó en la planta del tabaco para alejar a los insectos, en nosotros produce lo contrario: adicción y placer. En América, donde comenzó a fumarse, se lo hacía en fogatas o en pipa, lo que no lo volvía tan letal como el cigarrillo, que inyecta tanta nicotina, humo y otros químicos en nuestro cuerpo en una sola pitada, que nuestro sistema desintoxicarte se ve superado. El cigarrillo se volvió popularmente masivo durante la Segunda Guerra Mundial, y de allí en más se ha transformado en una de las principales causas de muertes en el mundo.

¿Por qué sufrimos el Cáncer?

El cáncer tiene un pasado evolutivo que puede rastrearse hasta hace más de mil millones de años, cuando aparecieron seres vivos con más de una célula. En aquellos tiempos, en cuanto el ser unicelular podía, se replicaba, como su forma de reproducirse. El cáncer es una vuelta a aquellos tiempos, y ocurre cuando algún agente carcinógeno hace que la célula se olvide que es parte del hígado, del pulmón, de la mama, de la próstata, o de donde sea, y vuelva a su soledad, por lo que al pensarse rodeada de competidores, comienza a replicarse por su cuenta. Así aparecen los tumores.

El cáncer no es normal en otros primates, y tampoco lo es en sociedades cazadoras recolectoras, por lo que tampoco lo era entre nuestros antepasados. Los agentes carcinógenos que lo generan son todos productos del mundo industrializado, de la sociedad de los últimos siglos. Es el estrés al que sometemos a nuestras células lo que las hace volver a su antiguo estado unicelular. No existen substancias que sean de por sí cancerígenas, sino que todas las substancias de nuestro ambiente deben mantenerse dentro de ciertos límites, los cuales no se suelen sobrepasar en la naturaleza, y para los que nos hemos adaptado. El mundo industrial nos ha alejado de esos límites, y es el que nos está causando el cáncer, según la medicina evolutiva.

Para saber más

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